viernes, 4 de julio de 2008

Verde que te envidio verde


Seguro que alguna vez escuchamos la frase: “SE PONE VERDE DE LA ENVIDIA” El más inconfesable y vergonzante de los sentimientos tiene el color de la bilis. Y no es casual: a ciertas personas, nada les hace tan mal al hígado como la felicidad ajena.
Avergüenza, pero está ahí. Disfrazada de “consejo buena onda”, o de simple comentario al pasar, la envidia es algo de lo que a) nadie quiere hacerse cargo pero b) muy pocos se libran realmente. Porque si bien tiene un costado infantil hay en ella un componente denso que la vacía por completo de inocencia.
El enviodioso/a no quiere nada más y nada menos que lo que supimos conseguir, no importa si se trata de un novio hermoso, de esas amigas perfectas o el trabajo de los sueños. Y lo peor del caso es que no es capaz ni siquiera de decirlo abiertamente. La diferencia entre la envidia y la admiración pasa justamente por este silencio: el envidioso calla lo que el admirador dice en voz alta y hasta quizá los imita.
NO jodamos eso de la “sana” envidia es en realidad un contrasentido. No puede haber sentimiento más enfermizo (ni enfermante) que el de odiar a otro por algo que tiene que nosotros no. Es así. Por algo, al envidioso lo primero que se le nota es lo que llamamos la falsa alegría. El problema ocurre cuando la gente que suele pararse “al lado del camino” (diría Fito Paez) a ver cómo los demás corren y les pasan cosas buenas, entonces decide que a ella también debería tocarle algo bueno, porque sí. Pero a nadie lo distinguen por no hacer esfuerzo. Por eso sugerimos a los verdosos seguidores de Madame Envidia que, prueben ponerse la camiseta y transpirar para lograr algo. Seguro que ese día se olvidarán de todo. Empezando por envenenarse con la felicidad ajena.

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